El desapego de la sociedad hacia la dirigencia política tuvo este ultimo fin de semana un nuevo síntoma.
Verificar esto es sencillo. Solo vasta con mirar el interés que despertó una elección interna dentro del tradicional y centenario partido en Entre Ríos, la UCR.
El diagnóstico de la sintomatología evidenciada es claro. Un partido que está en los umbrales, aparentes, de obtener el poder en la provincia -Gobernada desde hace 20 años por el peronismo- no despertó el interés supuesto en la previa para dirimir posiciones internas tan claramente enfrentadas.
Nada descubrimos si se dice que una facción apoya abiertamente a un No Radical para la gobernación y sus oponentes a un puro.
Siquiera esa dicotomía pudo despertar el interés de los afiliados a concurrir a las urnas. Algo menos del 20%.
Los trabajos de consultoría revelan lo que se evidenció en la interna radical. La gente no quiere hablar ni escuchar de política. Está harta. “Los iban a buscar y no querían ir”, dijo un viejo dirigente.
Ese hartazgo lleva a la sociedad a desentenderse de su rol cívico de elegir a quienes conduzcan los destinos de sus comarcas. El desencanto los aleja de esa responsabilidad.
El gran desafío y el esfuerzo de los dirigentes, de cara a lo que se avecina, deberá, necesariamente, estar puesto en lograr algo de empatía. Un acercamiento que les permita seducir a un electorado apático.
Esto, a la vez, tiene aristas. La seducción no garantiza el voto. La dirigencia política enfrenta así un problema de análisis social. Ya no solo se trata de seducir, hay que fidelizar. Un combo que, ante la evidencia, resulta prácticamente imposible para cualquier dirigente.